
No había publicado con anterioridad este texto, pues lo había perdido. En este receso de vacaciones al buscarlo con calma, lo he encontrado y quisiera compartirlo con aquellos que pudieran aún leerlo.
Reflexionando sobre la lectura de José M. Esteve, reconozco al igual que mis compañeros la ansiedad que te provoca enfrentarte a un grupo de individuos que te están reconociendo y midiendo para acomodarse a tus demandas y negociarlas, como es el caso del primer día de clases.
A mí me sigue pasando casi a tres décadas de haberme iniciado en la docencia; cada semestre que me presento a un grupo de alumnos nuevo, cada vez más distinto a los anteriores, porque mi percepción de los jóvenes cambia con mi edad y porque cada generación trae consigo una cultura y una visión del mundo que va cambiando igual que cambia la sociedad, la ansiedad sigue acompañándome.
Mi proceso de adaptación no va al mismo ritmo que los cambios y cada vez se me dificulta más convencer a los muchachos de que el proceso educativo es un compromiso mutuo, que se pacta y se cumple y no una mercancía que se regatea.
La lectura del texto de Esteve me reconforta, porque coincido con el objetivo de conseguir que los muchachos piensen y sientan y por ello me he avocado desde hace años a retarlos a que me muestren que sus capacidades intelectuales pueden ser mayores que las mías y se lo celebro con humildad pero con entusiasmo en un intento de que ellos sientan el poder del pensamiento.
He cometido excesos en esta celebración pues he generado en algunos alumnos brillantes la soberbia y el orgullo que no solamente ha desalentado a sus compañeros sino que ha ofendido a sus maestros.
Intento corregir mis errores y busco ahora la manera de no alentar el ego individual de los muchachos y tratar de que sientan que ese conocimiento y ese poder se tiene que compartir con humildad y paciencia, si no, no posee ningún valor.
Reflexionando sobre la lectura de José M. Esteve, reconozco al igual que mis compañeros la ansiedad que te provoca enfrentarte a un grupo de individuos que te están reconociendo y midiendo para acomodarse a tus demandas y negociarlas, como es el caso del primer día de clases.
A mí me sigue pasando casi a tres décadas de haberme iniciado en la docencia; cada semestre que me presento a un grupo de alumnos nuevo, cada vez más distinto a los anteriores, porque mi percepción de los jóvenes cambia con mi edad y porque cada generación trae consigo una cultura y una visión del mundo que va cambiando igual que cambia la sociedad, la ansiedad sigue acompañándome.
Mi proceso de adaptación no va al mismo ritmo que los cambios y cada vez se me dificulta más convencer a los muchachos de que el proceso educativo es un compromiso mutuo, que se pacta y se cumple y no una mercancía que se regatea.
La lectura del texto de Esteve me reconforta, porque coincido con el objetivo de conseguir que los muchachos piensen y sientan y por ello me he avocado desde hace años a retarlos a que me muestren que sus capacidades intelectuales pueden ser mayores que las mías y se lo celebro con humildad pero con entusiasmo en un intento de que ellos sientan el poder del pensamiento.
He cometido excesos en esta celebración pues he generado en algunos alumnos brillantes la soberbia y el orgullo que no solamente ha desalentado a sus compañeros sino que ha ofendido a sus maestros.
Intento corregir mis errores y busco ahora la manera de no alentar el ego individual de los muchachos y tratar de que sientan que ese conocimiento y ese poder se tiene que compartir con humildad y paciencia, si no, no posee ningún valor.